martes, 27 de julio de 2010

Barret

El Sol descendía con creciente rapidez hacia el horizonte, tiñendo de tonos rojizos y naranjas el cielo y las últimas nubes que surcaban con tranquila lentitud ese creciente mar carmesí. El silencio de esa tarde era apenas roto por el rumor del aire que se filtraba entre las ramas de los árboles y mecía con delicadeza los arbustos. Ya las cosas del mundo prácticamente no proyectaban sombras y el sofocante calor del día empezaba a amainar para dar paso a una cálida tarde en el parque de la ciudad. Ahí, en medio de los árboles y el césped, erigiéndose como dos silenciosos centinelas, se veían dos estructuras, dos torres que servían de adorno y de entrada hacia el parque. En su parte más alta se podía ver una ventana y en esa ventana no se veía el más mínimo movimiento. 

Pero para un observador demasiado perspicaz, habría sido curioso ver ese pequeño brillo, ese fugaz momento en el que los últimos rayos solares se reflejaron creando un centelleo minúsculo y casi imperceptible. El Sol finalmente cedió su lugar a la penumbra y las primeras estrellas hicieron su humilde aparición, como si sintieran alguna especie de timidez por ser las primeras en aparecer en el escenario cósmico. Y entonces, como si fuera parte de una obra meticulosamente dirigida, el viento pareció entender que era el momento de guardar silencio y detener así el sincopado baile de la vegetación. Y fue entonces que las lejanas sombras parecieron despertar de un letargo, parecieron tomar una vida que no les pertenecía en realidad y con desesperante lentitud iniciaron una caminata hacia el parque.

En la ventana de la torre, hubo un leve movimiento, una sombra más, aquejada ahora por una inquietud... o emoción. Las sombras lejanas siguieron su camino, acercándose cada vez más como guiadas por una extraña e invisible fuerza. Entonces llegó el apagado rumor, como un zumbido rítmico y constante, como el ronroneo de un gato. Un gato gigante sin duda. La sombra en el interior de la torre se removió un tanto impaciente y, para nuestro hipotético observador habría sido entonces un poco más claro qué era lo que se escondía detrás de la oscura ventana. Lentamente, una larga pieza metálica de color negro empezó a asomarse y el brillo que antes se había visto no era otra cosa que una potente mira telescópica. El francotirador apostado en ese lugar, observó por la mira y activó la función de visión nocturna para ver más claramente al grupo de sombras que se acercaban al parque. La imagen en la mira se iluminó de repente en una tonalidad verde y blanca. Y ahí estaban.

En una primera instancia vio el torso de uno de ellos. A través del lente, se podía ver su playera de color claro, manchada, sucia pero con letras en el pecho aún legibles: "Sahuayo". Elevó un poco la mira y echó un vistazo a los rostros de quienes conformaban ese grupo. Caminaban lentamente, algunos arrastrando las piernas... otros arrastrando brazos. O torsos. O huesos. Restos de su última comida, sin duda. El Francotirador pudo ver, aún en esa creciente oscuridad, que algunos de ellos ya tenían mucho tiempo de haber sido convertidos, pues era más evidente en ellos la podredumbre y las heridas provocadas por numerosas mordidas y golpes. Órganos internos se podían ver a través de los jirones de camisas y vestidos, pedazos de intestinos colgaban de costillas desnudas y pedazos de piel, tejido y músculo iban quedando esparcidos por las calles de la desierta ciudad. Ahora durante el día, pero sobre todo durante la noche, era cada vez más común ver a las hordas de no-muertos salir a buscar con qué saciar su hambre interminable. Pero afortunadamente aún quedaban personas que estaban dispuestas a no permitir que la Era del Hombre terminara para dar paso a la Edad del Zombie.



El Francotirador eligió un objetivo, movió el seguro del rifle, calculó rápidamente la distancia y la velocidad y dirección del aire. Ajustó la mira telescópica y con mucha calma, tiró del gatillo. El sonido del disparo resonó con fuerza haciendo que algunas de las criaturas se detuvieran a escuchar y a olfatear. Sin embargo antes de que pudieran hacer cualquier otra cosa, uno de ellos estalló literalmente en mil pedazos, destrozado por la bala de 50 mm que hizo impacto en la base de su cuello. La enorme munición siguió su camino todavía dañando a 3 objetivos más, dos de los cuales dejaron de moverse al momento de que la bala les hirió. El tercero se arrastraba imposibilitado para caminar debido a que ahora el impacto le había cortado una pierna.

El hombre volvió a apuntar. Disparó nuevamente y dos monstruos más cayeron muertos... por segunda ocasión en su existencia. El grupo de aproximadamente 20 zombies ya se veía mermado, y en tan sólo unos 4 minutos de ataque, ya quedaban menos de la mitad. El hombre apunto de nuevo y lo que vio en la mira le hizo sentir un escalofrío. Se sorprendió pues había pasado mucho tiempo entrenando como para permitirse el lujo de sentir eso, pero lo que vio le hizo retroceder en el tiempo, cuando apenas unos meses antes, las noticias de extraños ataques en diversas partes del país tenía a las autoridades de cabeza. Nunca se imaginó que los enviarían a investigar uno de esos ataques y que sería clasificado como altamente confidencial. Su compañero y amigo, Tadeo Barreto, estaba dispuesto a encontrar  a los culpables y acabar con ellos, pero la verdad sería mucho más terrible. Tan terrible como esa imagen en la mira del Francotirador. La imagen de un Tadeo convertido en zombie.



Continuará...


Iosephus Dixit