miércoles, 16 de abril de 2014

Tertia die

¡Clang!

Metal sobre metal.¡Clang, clang! ¡Crack! Otro golpe metálico. Madera que cruje, se rompe, se separa. Los sonidos parecían lejanos pero crecían cada vez más. Voces. Unas lejanas otras más cerca. Unas parecían llorar y otras reír. Confusión.

¡Clang!

Repentinamente, dolor. Dolor como nunca había sentido antes. Y entonces todo se precipitó, como si de repente se hubiera abierto la compuerta de una presa y así, sin avisar, miles de litros de agua cayeran vertiginosamente. Así se sucedieron las sensaciones y sonidos. ¿Un sueño? ¿Recuerdos? Más dolor, angustia, deseperación... asfixia. Cómo le faltaba el aire. ¿Qué está pasando? ¿Por qué tiene la sensación de que esto ya lo ha vivido?

¡Clang!

Los sonidos crecieron en intensidad y velocidad, las voces se hicieron más claras, los gritos más ensordecedores, los llantos más desgarradores, las risas más burlonas, la angustia más profunda, la desesperación más agobiante, el miedo más paralizante. Señor, ¿qué es esto? Pensó. Y en una fracción de tiempo miles de palabras, miles de escenas, horas de su propia historia pasaron ante sus ojos y en un momento de aterrador descubrimiento, se dio cuenta de que su corazón no latía, de que el aire se le iba. Que moría. En una última ráfaga de sentimientos confusos, gritó. Gritó como si en eso se le fuera la propia vida, como si ese grito le fuera a salvar de la mismísima muerte. Y despertó.

Confuso, asustado, desorientado. Le costaba moverse, todos los músculos de su cuerpo le dolían, incluso tratar de abrir los ojos era un ejercicio de proporciones épicas que le estaba reclamando demasiada energía. ¿Por qué se sentía así? ¿Por qué no se podía mover? ¿Por qué no podía abrir los ojos? ¿Qué es esto? ¡Señor! ¡Estoy atado! Una nueva ola de terror se apoderó de él cuando se dio cuenta de que su imposibilidad para moverse era todavía peor. No sólo estaba atado... ¡Señor! ¡Estoy envuelto!

Gruñó tratando de moverse de nuevo y fue entonces que sintió una extraña fuerza en sus músculos, algo que no había sentido nunca. Era una sensación que superaba al propio dolor que le asaltaba cada fibra y cada centímetro de su piel. Comenzó a tensar músculos y con un leve crujido, la tela que lo envolvía cedió, se rompió ligeramente de un extremo y fue suficiente para que pudiera deshacerse de ella. Se sentó tomando una larga bocanada de aire que se sentía fresco y olía a humedad y tierra. La oscuridad era total. Parpadeó rápidamente temiendo que por alguna razón podría haber quedado ciego, pero se dio cuenta de que no era así. Apenas podía distinguir las formas de rocas a su alrededor, muy tenues, pero no tenía manera de saber si al pie de la enorme base de piedra en la que estaba sentado podría haber un agujero o más piedras con las que podría tropezar y caer. Se dio cuenta de que bajo la tela que lo cubría, se encontraba desnudo. Todo seguía siendo muy confuso y extraño. Los recuerdos en su mente parecían un extraño acertijo, como si alguien le hubiera entregado capítulos separados de un libro sin saber el orden correcto para leerlos. Y fue entonces que sintió una leve corriente de aire. Era casi imperceptible, pero pudo determinar su origen y le dio el valor suficiente para ponerse en pie.

Se incorporó lentamente y comenzó a caminar. El dolor estaba desapareciendo más rápido de lo que habría creído. Dio unos cuantos pasos con mucho cuidado, con los brazos extendidos hasta que tocó una piedra. De ahí venía esa pequeña ráfaga de aire. ¿Es una puerta de piedra? ¿Cómo se podrá mover este monolito que cierra mi prisión? No, no... ¿acaso me enterraron vivo?, pensó. Se apoyó sobre la piedra para tratar de pensar cuál sería su siguiente paso, cuando sintió que la piedra se movía ligeramente, cediendo bajo la presión de su cuerpo. El sobresalto le hizo retroceder un paso y casi le hace perder el equilibrio. Tragó saliva y se acercó de nuevo a la piedra. Acomodó sus manos, se inclinó ligeramente y empujó con todas sus fuerzas. ¡Rorrr! La piedra gimió y se desplazó como si se tratara de una puerta normal. Se dio cuenta entonces de que la piedra era circular, una enorme rueda por lo que la empujó hacia un lado para que girara y abriera el paso de la cueva. Una mezcla de sorpresa y alegría lo invadieron. ¿Estaría soñando? ¿Esa fuerza sobrehumana podría ser el resultado de una ilusión de su mente? El aire fresco de la madrugada llenó el lugar. Olía a hierba y a humo de una fogata todavía tibia, a carne quemada y a orina. Olía a vida. Dio un último gruñido y abrió por completo la cueva.

Tambaleándose ligeramente salió y miró al cielo. Las estrellas brillaban con intensidad montadas sobre un cielo limpio y transparente. En el horizonte apenas podía verse ya el brillo incipiente de la luz del nuevo día. Y fue entonces que, mientras respiraba el aire de esa mañana, escuchó un sonido metálico. Se sobresaltó y abrió rápidamente los ojos para ver qué o quién había hecho ese ruido. Ahí, a unos metros de la cueva en la que lo habían encerrado, con una expresión del más profundo terror grabada en el rostro, lo veía inmóvil un joven soldado romano. El sonido metálico lo había hecho con su pilum, la larga lanza romana que había dejado caer preso de horror y sorpresa. Una delgada línea de orina caía por la parte interna de su pierna mientras sus ojos desorbitados no dejaban de ver el rostro del hombre desnudo recién salido de la tumba. El hombre extendió su mano y dio un paso hacia el soldado que retrocedió aterrado tropezando y cayendo cerca de una fogata casi extinta. Detrás de un matorral apareció otro soldado. ¿Qué pasa? ¿Qué es ese ruido? ¿Por qué estás en el suelo, idiota? ¿Estás borracho? ¿Cómo es que...? La última pregunta quedo inconclusa cuando el segundo soldado siguió la mirada del primero y vio lo que le causaba ese terror.

Pero el segundo soldado era más veterano, años de entrenamiento entraron en juego y de inmediato desenvainó su gladius. ¡Alto! gritó el soldado, su espada en la mano. El hombre entonces levantó las manos en señal de no ir armado y para tratar de calmar a los alarmados militares cuando tanto él como los soldados se dieron cuenta de un detalle que les impactó a los tres casi por igual. Las muñecas del hombre parecían estar perforadas. Fue entonces que miró su costado. Una profunda herida parecía abierta justo entre sus costillas y sus pies también estaban perforados. Y la ráfaga de recuerdos tomó forma de nuevo, ahora en forma ordenada. Los azotes, los clavos, la cruz. Sus amigos, seguidores. Su madre. Y entonces fue consciente de algo. Tengo sed, dijo, haciendo eco de una frase que ya había dicho mientras colgaba agonizante de la cruz. Los soldados intercambiaron una mirada atónita. El joven que estaba aún tirado en el suelo, extendió un brazó hasta un recipiente con vino. Temblando se lo dio a su compañero quien lo tomó y lo extendió hacia el hombre. Éste avanzó lentamente, le quitó el recipiente al soldado con tranquilidad y dio un largo trago al vino. 

Una fina línea roja le cayó por la comisura derecha de la boca manchando su barba. Terminó de beber aún con los ojos cerrados y cuando los abrió, posó su mirada color miel sobre los dos asustados hombres y les dijo de nuevo: Tengo... sed. Con profunda calma y benevolencia, les sonrió y fue así que dejó ver destacando entre sus labios y su barba rojos por el vino, dos afilados y blancos colmillos. El soldado más viejo abrió los ojos como platos y antes de que pudiera gritar, el hombre ya le había atravesado el cuello con una poderosa y férrea mordida, provocando además que soltara su espada. El joven soldado gritó interrumpiendo el proceso y permitiendo a su aturdido compañero que se liberara y pudiera tratar de escapar, el cuello aún manchado de rojo y sangrando profusamente. El hombre sintió cómo su cuerpo se llenaba de fortaleza, de vida. Mientras huían, los soldados aún tuvieron oportunidad de ver cómo las heridas del hombre parecían sanar dejando sólo marcadas cicatrices.

Respiró de nuevo profundamente. Había nuevas fragancias: hierbas frescas creciendo en las cercanías, madera húmeda, musgo en las piedras del interior de la cueva, heces de animales cercanos y del joven soldado que no pudo evitar relajar su esfínter por el miedo que sintió. Sus sentidos parecían multiplicados. Entró de nuevo en la cueva para tomar un trozo de tela con el cual cubrirse, mientras dejaba el resto acomodados y doblados de manera ordenada.

Salió y comenzó a caminar. Sí, ahora comenzaba a recordar todo con claridad. El brevaje que le de dieron a beber antes de su calvario funcionó a la perfección, ¿quién lo iba a imaginar? Pero así era, el remedio que le había dado aquel anciano egipcio que su familia conoció cuando huyeron de la persecusión de Herodes, funcionó tal y como le habían dicho. "La Sangre de Osiris" le llamaban. La llave de la resurrección. Recordó que algunos de los ingredientes eran un corazón de cordero y la sangre del mismo anciano de colmillos afilados y sonrisa fácil que aseguraba tener más de quinientos años. Mientras caminaba volvió a ver las cicatrices en sus muñecas y tocó los bordes de lo que fue la herida en su costado. El sabor de la sangre del soldado permanecía en su boca dulce y placentero. Sintió más sed.

Más adelante alcanzó a percibir un nuevo aroma, a ropa limpia y piel tibia. Le llegó el sonido de voces. Mujeres. Las voces le eran conocidas. Y mientras continuaba su camino pensó: "Sí, ahora entiendo: el que coma mi carne y beba mi sangre, tendrá la vida eterna...". Entonces Jesús sonrió.

Iosephus dixit.